Escuchar para comprender: una escena de aprendizaje terapéutico

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Escuchar para comprender: una escena de aprendizaje terapéutico

Lo que una frase aparentemente simple revela sobre el apego, la fantasía y el duelo en terapia.

Cuando no se suelta por amor, sino por esperanza: una escena clínica sobre el deseo y la renuncia

En terapia, hay palabras que pasan casi desapercibidas cuando se dicen, pero que si son escuchadas activamente muestran con claridad el conflicto que las sostiene.

Esta reflexión nace del trabajo compartido entre un terapeuta y una estudiante en prácticas, a partir de la escucha atenta de una sesión grabada. El ejercicio no es evaluar a la paciente ni juzgar sus decisiones, sino comprender la lógica emocional que las mueve. La supervisión se convierte aquí en un espacio de aprendizaje donde el pensamiento se va construyendo a través de preguntas, pausas y observaciones cuidadosas.

El fragmento elegido condensa un conflicto afectivo frecuente: la dificultad de separarse de un vínculo que duele, no tanto por lo que es, sino por lo que podría haber sido. Lo que se pone en juego no es únicamente una relación concreta, sino la relación de la paciente con su deseo, con su esperanza y con la renuncia que implica aceptar la realidad del otro.

Fragmentos de un diálogo

El objetivo no es ofrecer respuestas cerradas ni interpretaciones definitivas, sino mostrar cómo, a través de intervenciones mínimas y silencios sostenidos, la terapia puede abrir un espacio de conciencia. Un espacio donde lo repetido empieza a pensarse, lo imaginado empieza a reconocerse y lo imposible comienza, lentamente, a doler. El trocito de sesión que escucho con una estudiante en prácticas es el siguiente.

–No importa cuántas veces intento irme, alejarme… Siempre vuelvo, siempre hay algo que me hace volver -dice la paciente. –¿En alguna de esas veces realmente querías irte? -pregunto yo. –No, si soy sincera no, en ninguna de ellas –¿Siempre que volvías era por lo mismo? ¿Sabes qué es ese algo que te hacía volver? –Sí, pero cada vez que volvía me daba cuenta de que eso que creía ver no existía que… que… –… que lo imaginabas? ¿Qué querías ver? –Sí… que con el tiempo tal vez podría, si quería… no sé, cambiar –Y si cambiaba… –Si cambiaba no tendría que irme… tenía tantas ganas que fuera él…

Días más tarde me encuentro escuchando la sesión con una estudiante de Psicología y llegado a este punto de la sesión me pide parar la grabación.

–Me parece que aquí, justo aquí han pasado muchas cosas -me dice. –Cierto, muy bien. Este diálogo refleja un conflicto afectivo profundo, y es potente precisamente por lo que se dice… y por lo que le cuesta decir.

Le explico cómo la paciente comienza señalando un patrón repetitivo: irse y volver. No habla de un hecho aislado, sino de una dinámica que se repite, lo que ya sugiere una relación marcada por la ambivalencia.

–No me he dado cuenta hasta ahora que lo dices. ¿Podemos volver a escuchar esta parte? –Sí claro (volvemos a escucharla). Como terapeutas hemos de ser cuidadosos y controlar hasta dónde queremos ir cuando intervenimos. Aquí con una intervención breve pero muy precisa, no me quedo en el comportamiento (“volver”), sino que voy al deseo real: ¿alguna vez querías irte de verdad? Esa pregunta desmonta la narrativa defensiva del “lo intenté” y pone a la paciente frente a su “verdad emocional”. –Ella responde en ese sentido… –Sí, así es. La respuesta es clave: “No, si soy sincera no, en ninguna de ellas”. Aquí aparece una toma de conciencia. No era incapacidad para irse, era imposibilidad subjetiva, porque el deseo no estaba ahí. Esto desplaza la culpa del “no pude” al terreno más doloroso del “no quise”.

Cuando pregunto si sabía qué la hacía volver, la paciente reconoce algo todavía más profundo: no volvía por algo real, sino por algo imaginado, proyectado. Fíjate en cómo cambia la forma de expresarse. El diálogo se quiebra en balbuceos, silencios y repeticiones (“que… que…”) que muestran la dificultad de aceptar esta idea: no volvía a una realidad, sino a una esperanza.

Volvamos a escucharlo para que lo veas.

–Sí por favor.

Escuchamos de nuevo ese trocito de sesión y paramos otra vez.

–Sigamos. Cuando complemento la frase (“¿que lo imaginabas? ¿qué querías ver?”), cuido mucho de no interpretar de forma invasiva, sino que acompaño su verdad, esa que ya estaba emergiendo. Esto permite que la paciente nombre el núcleo del conflicto. –¿Cuál es entonces la base del conflicto? –El núcleo es la fantasía de que el otro pudiera cambiar si ella quería lo suficiente. Aquí se revela un deseo omnipotente, muy común en vínculos de dependencia emocional: creer que el amor propio puede transformar al otro.

Sigo explicándole que la última frase (“tenía tantas ganas que fuera él…”) es especialmente significativa. No habla de amor al otro tal como es, sino del dolor de renunciar a la idea de que ese fuera el vínculo esperado. Es un duelo, tal cual, no solo por la relación, sino por la imagen del otro y por la historia que la paciente deseaba vivir.

El diálogo muestra un momento de la sesión muy valioso: el paso de la repetición inconsciente a la conciencia del deseo, de la fantasía al inicio de la aceptación. No hay todavía una resolución, pero sí un punto de inflexión, donde la paciente empieza a reconocer que no volvía por amor, sino por esperanza, y que soltar implica renunciar a una ilusión profundamente arraigada.

Después de esa última frase (“tenía tantas ganas que fuera él…”) se percibe algo esencial. La paciente no está hablando únicamente de una persona concreta, sino de una necesidad afectiva más amplia. Él encarna una promesa: la de ser elegida, sostenida, correspondida. Por eso irse no era posible; irse habría significado aceptar que esa promesa no se cumpliría ahí.

–Déjame que insista en esto que es muy importante. Mira cómo a lo largo del diálogo, no confronto con dureza ni ofrezco soluciones. Mi intervención es siempre ética y muy cuidadosa. Voy ayudado a retirar capas de autoengaño para que sea la propia paciente quien llegue y vea la verdad, la suya. Esto es muy importante, porque no se trata de convencerla de que se vaya, sino de ayudarla a entender por qué no podía hacerlo. Solo desde ahí puede surgir una decisión auténtica, consciente, que pueda aceptar y llevar a cabo. –Sí, ahora lo veo. –Hay también un desplazamiento de responsabilidad que se vuelve visible. Al principio, la causa de volver parece externa (“siempre hay algo que me hace volver”). Al final, ese “algo” queda claramente localizado dentro de ella: el deseo, la fantasía, la esperanza de cambio. –¿Eso le genera culpa? –No lo expresa como culpa, eso ha de determinarlo ella y no lo hace. Es más bien un acto de recuperación de la capacidad para decidir. Es decir, si lo que la hacía volver estaba en ella, entonces también en ella está la posibilidad de no volver. –Ah, ok, ahora lo entiendo. Además, se queda luego tan en silencio… –El silencio implícito tras “tenía tantas ganas que fuera él” es terapéuticamente crucial. Y debemos siempre respetarlo. Ahí no conviene interpretar más, sino dejar espacio al duelo: duelo por lo que no fue, por el tiempo invertido, por la versión de sí misma que esperó. Ese dolor es necesario; sin él, la repetición se perpetúa.

Este diálogo marca el inicio de una pregunta “más profunda” que aún no se formula, pero que ya está presente: Si no era él, entonces ¿qué necesito realmente? Y también otra, más desafiante: ¿Qué parte de mí se conformó con la promesa en lugar de la realidad?

La caída de una narrativa

En ese sentido, la sesión no trata tanto de una relación fallida como de la construcción del deseo propio. El trabajo terapéutico que seguirá en las próximas sesiones no será “olvidarlo”, sino aprender a no enamorarse de lo que podría ser, sino de lo que es; y, sobre todo, a tolerar la pérdida de la ilusión sin volver a ella para calmar el vacío.

Hay algo muy humano en esta parte del proceso que hemos escuchado y entendido, cuando la fantasía empieza a resquebrajarse no aparece de inmediato el alivio, sino el vacío. Y ese vacío suele asustar más que el dolor conocido.

La paciente no solo se enfrenta a la pérdida del otro, sino a la caída de una “narrativa” que le daba sentido a su espera. Mientras existía la posibilidad de que él cambiara, su sufrimiento tenía una razón; al desaparecer esa posibilidad, emerge la pregunta por sí misma, por su deseo, por su límite.

Para la estudiante, este momento resulta especialmente formativo porque muestra que la terapia no avanza siempre hacia la calma, sino muchas veces hacia una incomodidad necesaria. Acompañar no es rescatar del dolor, sino sostenerlo cuando aparece con verdad. Aprender a tolerar el silencio, la tristeza que no pide respuesta y la emoción que no se puede resolver en ese instante es una de las competencias clínicas más difíciles y valiosas.

También se vuelve evidente cómo la repetición afectiva no es un error que se corrige con voluntad, sino una forma de lealtad interna. Volver una y otra vez no era debilidad, sino fidelidad a una imagen interna y personal del amor, probablemente construida mucho antes de esta relación.

Comprender esto permite mirar el “síntoma” con más compasión y menos juicio, tanto por parte de la paciente como del terapeuta en formación. Este fragmento de sesión enseña algo fundamental: el cambio no comienza cuando se toma una decisión, sino cuando se renuncia a una ilusión. Y esa renuncia es emocional. Requiere tiempo, elaboración y, sobre todo, permiso para sentir la tristeza sin apresurarse a llenarla con otra esperanza.

Ahí es donde la terapia se vuelve un espacio de transformación real. Desde una perspectiva terapéutica, este momento marca otro punto delicado: la paciente empieza a separarse no solo del otro, sino de la versión de sí misma que necesitaba creer que el amor podía compensarlo todo. Esa separación es lenta, casi imperceptible, y se da a través de palabras que duelen porque son verdaderas. Para quien observa, queda claro que el trabajo terapéutico no consiste en señalar caminos, sino en iluminar lo que ya está siendo visto, aunque aún no pueda sostenerse del todo.

Por eso es importante insistir que este “aún tiene que suceder” no es una carencia del proceso, sino su mayor honestidad. La terapia no promete finales rápidos ni certezas inmediatas, pretende algo más “humilde” y más profundo: un espacio donde el deseo pueda dejar de confundirse con la esperanza, y donde la paciente, poco a poco, empiece a preguntarse no a quién amar, sino cómo quiere ser amada. Y esa pregunta, cuando finalmente pueda formularse, ya no tendrá que ver con él. Tendrá que ver con ella.

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